«Louis Pasteur no fue médico ni cirujano, pero nadie ha hecho tanto como él en favor de la medicina y la cirugía». Así lo describía Henri Mondor, un ilustre académico francés. Lo cierto es que pocas personas han salvado tantas vidas en el mundo como él. No en vano, Louis Pasteur (Dole, 1822 – Marnes-La-Coquette, 1895) está considerado como uno de los pioneros de la medicina preventiva y padre fundador de la microbiología con el descubrimiento de la teoría que está detrás de los antibióticos, las vacunas modernas y la técnica de esterilización que lleva su nombre.
Contaba con tan solo 20 años cuando un joven Pasteur, con más ambiciones artísticas que científicas, descubrió la dualidad del ácido tartárico tras doctorarse en Ciencias en la Facultad de París por la insistencia de su padre, a pesar de sus bajas calificaciones en Química. Este hallazgo de la dualidad, de que no todo es blanco o negro, y la gama de grises que experimenta toda materia con el paso del tiempo, le sirvió para su siguiente gran descubrimiento. Pasteur no creía en la casualidad de los hechos y rebatió la teoría, muy popular hasta entonces, de la generación espontánea.
Louis Pasteur estaba investigando la fermentación del vino cuando observó, a través del microscopio, que en aquel proceso considerado espontáneo e inevitable, intervenían en efecto dos tipos distintos de levaduras que modificaban el caldo por completo. Uno producía el alcohol; el otro, el ácido láctico que agriaba el vino. Por medio de cubas bien cerradas –predecesoras del autoclave– sometidas a altas temperaturas durante cortos periodos de tiempo –una vez superado el rechazo inicial de calentar el vino–, encontró la manera de eliminar los microorganismos que degradan la materia: había inventado la pasteurización, el proceso fundamental que garantiza hasta día de hoy la seguridad de todos los procesos médicos y alimentarios del mundo.
Tras esto, fue contactado por el Gobierno francés para tratar de erradicar la enfermedad que afectaba a los gusanos de seda del sur de Francia. Él desconocía por completo este campo, pero confió en el método científico y consiguió descifrar, no una causa, sino varias, tanto en los gusanos como en su fuente de alimentación, las moreras, que permitieron aislar el foco del problema para eliminarlo y salvar un grupo sano que comenzó a producir beneficios para los productores por primera vez en décadas. La noticia dio la vuelta al mundo. Su fama había alcanzado la cota planetaria.
Hoy sabemos que las partículas más pequeñas pueden ser las más dañinas, pero esa idea de contagio invisible era muy difícil de hacer entender en una población carente de higiene y anclada todavía en teorías médicas muy desfasadas, de la misma manera que nos costó creer, cien años después, en las ondas que nos llevaron internet. Pasteur demostró, con sus hallazgos, que todos los procesos orgánicos y muchas de las enfermedades que padecemos son el efecto visible de una causa que puede buscarse y eliminarse mediante un tratamiento específico, este es el principio de la medicina científica, y no la deriva de los tratamientos al azar. Tan solo una vez le sirvió ese azar.
Cuenta la leyenda que, en 1880, Pasteur se encontraba haciendo experimentos con pollos para determinar la transmisión de la cólera aviar cuando encargó a su ayudante, Chamberland, la tarea de inocular a las aves un cultivo de la bacteria mientras él se iba de vacaciones; pero el ayudante se olvidó y, a su vuelta, el cultivo de bacterias continuaba donde lo dejaron, ya muy debilitado.
Sin embargo, Pasteur estaba al tanto de los trabajos de Edward Jenner con la vacuna de la viruela y decidió seguir adelante con el proceso. Los animales desarrollaron algunos síntomas y una versión leve de la enfermedad, y finalmente sobrevivieron. Fue así como se descubrieron las primeras vacunas imitables en el laboratorio. A partir de ese momento no haría falta contar con un vector, las propias bacterias de la enfermedad podían ser utilizadas para salvar vidas.
Fuente: Texto Club de Influencers